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THE PILOT (IV)

Por R.A.Raga

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El sol entraba tímidamente a través de las ventanas. La luz cubría con delicadeza el retrato que colgaba de la pared, probablemente un antepasado de la familia. Eran las ocho de la mañana. Desde la calle llegaba el sonido de unos tacones que caminaban apresurados, las camionetas de reparto que iban y venían a esas horas por la ciudad, el aroma a primavera, ese perfume que invadía la estancia y se juntaba con la lavanda que impregnaba todas las habitaciones del palacete. Hacía ya tres semanas que había llegado a París. Es curioso cómo pasa el tiempo cuando uno no recuerda nada. Las horas se convierten en días y los días en semanas, todo transcurre lentamente, es como si fueras un niño, un niño amnésico que puede recordar –de vez en cuando- elementos de su vida anterior, los pasos son distraídos, una especie de camino sobre nubes, y el sol que te ciega, entre los tilos que cubren las avenidas.

Pierre había regresado a la Provenza no sin antes presentarme a unos amigos suyos que me alojarían en su mansión, cerca de la avenue Montaigne. Todos los días me despertaba, me daba una ducha, y después de comprar la prensa y dar un breve paseo, desayunaba en el Plaza Athénée. Café, unos huevos revueltos con mucha mantequilla, pains au chocolat y mermelada casera que no sé dónde elaboraban. Tomaba una copa de Gobillard et Fils y emprendía mi ruta por París. Cada día una distinta. Tenía que haber algún modo de recordar. No debía tardar mucho en encontrar algún rincón, algún sonido, una simple imagen que me permitiese recordar.

Aquel día, los amigos de Pierre habían madrugado para ir al aeropuerto, el servicio  tenía tres días libres, no había ni rastro de los tres perros ni del gato, así que estaba solo en aquel palacio dieciochesco. Hubiera sido un buen día para disfrutar del normalmente ajetreado hôtel, pero tenía trabajo. Seguí con mi rutina y al salir del Plaza Athénée, di una propina al portero –a pesar de no alojarme allí ni llevar coche- y comencé a caminar.

Crucé el Sena por encima de los bateaux mouche. Los comercios abrían sus puertas. Mujeres con tacones de aguja y maletines de piel, bajaban y subían a lo largo de St. Germain. Los hombres con sus trajes bien cortados, oscuros sin concesiones pero elegantes –muy sobrios-, apuraban el café en las terrazas de todos los chaflanes del barrio, las iglesias permanecían mudas ante aquel devenir de un martes cualquiera por la mañana. Un Lamborghini aceleró con gran estruendo al arrancar en un semáforo. Nadie pareció percatarse de aquel rugido. Lo siento, ya no nos interesas.

Al cabo de media hora, tomé asiento en una de las mesas que aparecían dispuestas –no más de tres- a la entrada de un viejo bistrot. Tomé la carta y vi que tenían Brut Nature Cuvée Cinq de Gobillard et Fils. Pedí una copa y esperé. El tiempo pasaba lento otra vez. Los vendedores ambulantes de fotografías, carteles o pequeños lienzos pintados con dudoso talento, ordenaban su mercancía sobre las aceras. Había estado en París con Chiara, pero nada me recordaba a ella. Por más que caminara, por más vino o champagne que tomara, no era capaz de recordar nada.

Pagué y seguí mi deambular por las calles del sixième. Algunos estudiantes se agolpaban en grupos con sus carpetas y mochilas. Uno de ellos contaba una anécdota que debía ser graciosa por las risas sonoras que de repente se escuchaban. Me paré en una o dos tiendas de antigüedades con todas aquellas tallas asiáticas y africanas. Biombos chinos, muebles de taracea y nácar, máscaras cubiertas de pelo natural, o al menos eso decían. Me encontraba delante de uno de aquellos maravillosos escaparates cuando a mis espaldas escuché una voz aniñada. Monsieur, est-ce que vous savez où se trouve la rue Jacob? Unos turistas adolescentes me habían confundido con un parisino. Excusez-moi. Je ne suis pas parisien. Merci quand même, Monsieur.

La rue Jacob… Sí. Aquel nombre me era sumamente familiar. Estaba seguro de que conocía aquella calle. La rue Jacob. Estaba cerca, sin duda. Pregunté en un kiosko y me dirigí hacia allí. Al cabo de tres manzanas encontré un bistrot cuyo exterior elegante –sin ostentaciones- me invitó a entrar. Una copa de Gobillard et fils, s’il vous plaît. En mi mente sólo tenía las imágenes de Chiara. Su melena rubia, su manera elegante de caminar, como si flotara, su mirada cristalina. Di otro sorbo y vi cómo uno de los camareros se acercaba hacia mí sonriente, con expresión de sorpresa. Monsieur Tom! Pardon? C’est vous Monsieur Tom, n’est-ce pas?, insistió. Oui. Ni su rostro, ni sus gestos, ni tan siquiera su sonrisa. Ni el Gobillard et Fils. No me acordaba de nada.

Monsieur Tom! Hacía tanto tiempo que no le veíamos por aquí. Oui je sais. ¿Me permite que le invite? Aquel joven –no más de 30 años, probablemente de origen norteafricano-, se dirigió hacia la barra y me sirvió un cappuccino y unos pains au chocolat. Allez, vos préférés! Era evidente que aquel hombre me conocía. Qué alegría verle por aquí de nuevo. Pensé que se habría ido usted de viaje. Una vez más. Por sus risas y el tono con el que me hablaba debíamos de haber tenido algún tipo de confianza en otra época. Llegué incluso a pensar que se había mudado a otro distrito, pero cuando el otro día vi a su mujer, me dije, ya han vuelto. ¿Mi mujer? Sí, yo diría que era ella. Llevaba una gabardina blanca o algo parecido. Me acuerdo porque la llamé varias veces, pero no me respondió. ¿Habría estado casado con Chiara? Parecía preocupada. Perdone, no quisiera parecer entrometido, pero la verdad es que aquel día estaba seria y… ella es siempre tan sonriente. Andaba además un poco estresada. Quizás por eso no me escuchó. Eso sí, elegantísima como siempre, Madame Emma.

Pardon?

R.A.Raga

@sundaydandy

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