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THE PILOT (VI)

Por R.A.Raga

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La escalera ascendía serpenteante hasta el ático, cada paso hacía crujir los tablones de madera que –se supone- yo había subido y bajado en multitud de ocasiones. Aquella mujer no cesaba de avisarnos, Attention messieurs. Los listones de cada peldaño parecían querer huir de aquella escalera que no hacía más que acumular años ante la desidia de sus vecinos. Finalmente, alcanzamos el último piso. Attention, insistió nuevamente al tiempo que señalaba un ventanuco abierto a la altura de nuestras cabezas. La mujer se acercó a la puerta con sigilo y nada más se hubo cerciorado de que no había nadie en el interior, introdujo las llaves y abrió.

La luz cubría aquella primera estancia, amplia, inmensa, mucho más de lo que hubiera esperado al entrar en el edificio, al subir por esas escaleras angostas y desvencijadas. Una sencilla boiserie pintada de blanco cubría todas las paredes y reflejaba con intensidad el sol que entraba por los amplios ventanales de la buhardilla. No había muebles, no había alfombras, no había lámparas, ni apliques, ni siquiera enchufes, o al menos yo no pude ver ninguno. Aquellas paredes se fundían en negro dentro de mi memoria. Era como abrir un libro y encontrar que no había ninguna página escrita. No parecía que aquella estancia fuera a permitirme recordar algo, ni eso ni el André Delorme que seguía paladeando con gusto. Venez messieurs, dijo nuestra anfitriona guiándonos hacia otra habitación.

No sabía qué habría sido de aquella habitación hace un año, o quizás simplemente meses, pero imaginé rápidamente un sillón, una mesa de despacho tapizada en cuero, una lámpara –estilo inglés probablemente- y una librería que debía cubrir por completo una de aquellas paredes. Sin embargo, allí no había nada. Sólo luz, una luz tan potente que seguía cegando mis recuerdos. Rachid me tomó del hombro y me dio una palmada. Probablemente quería animarme, probablemente quería que aquel episodio fuera lo menos traumático, que todo aquello que recordaba, que esos momentos que venían a mi memoria, no me afectasen cómo él pensaba que estaba sucediendo. Y sin embargo, no. No recordaba nada.

Suivez-moi. Voilà la cuisine. Rachid entró antes que yo, quizás era su forma de protegerme. Ça vous plaît? A decir verdad, daba la impresión de que la cocina había ocupado un lugar importante en aquella casa. Todavía estaban allí los electrodomésticos, también los muebles y una pequeña puerta que debía dar acceso a la despensa. Abrí uno a uno todos los armarios. Dos platos sueltos, un vaso roto, una cubitera antigua, nada de valor. Me acerqué a la nevera, miré dentro del horno, del lavaplatos, nada. Abrí la despensa y en su interior todos los estantes vacíos. En el suelo, un botellero que se elevaba hasta mi cintura. Du vin, du champagne… Sí, allí estaban todas aquellas botellas en una armonía que a Emma es probable que no le gustara. Sí, debo admitirlo, pensaba en Emma. Nada más entrar por la puerta había pensado en Emma, pero no, no era capaz de recordar su rostro, ni siquiera cómo eran sus manos, cómo acariciaban. Si me permiten. Tomé una botella de Millésimée de Gobillard&Fils y la abrí, cogí tres tazas sueltas de café que había en uno de los armarios y serví un poco en todas ellas. Santé. La mujer bebió, Rachid bebió, y los tres brindamos. Observé que ninguno de ellos se atrevía a mirarme. Pensaban que era un momento difícil para mí, no eran conscientes de mis anodinos pensamientos, de la simpleza de unos recuerdos que no terminaban de llegar. Los tres de pie nos servimos otra taza. En aquel momento, sentí una ligera lucidez, experimenté cómo un túnel se abría repentinamente, comencé a recordar. Corrí, corrí hacia una puerta que se encontraba al final del pasillo. Detrás de mí corrió presto Rachid y un poco más lento nuestra acompañante.

El cuarto era minúsculo, no había ventanas, tampoco lámparas, tan sólo la luz que llegaba desde el pasillo y que a duras penas conseguía iluminar aquella estancia. El móvil, Rachid. Dame luz. Uno, dos, tres, cuatro puertas cerradas de un armario empotrado aparecieron frente a mí. Debía recordar, lo estaba haciendo. Palpé con suavidad la primera, también la segunda, dejé que mi mano llegara hasta la tercera y por último la cuarta. Estaba allí, sabía que estaba allí, pero ¿dónde? Registré todos los cajones de la primera puerta. Hice lo mismo con la siguiente. Estaba ansioso, el pulso me temblaba, pero el vino seguía haciendo efecto. Busqué en todos los cajones de la tercera, también en los de la última puerta. Il n’y a rien mon ami? preguntó Rachid. Allumez, le ordené. Miré entonces en todos los altillos. Sí. Ahí estaba. Una caja de cartón pesada, muy pesada. Traté de no perder el equilibrio y conseguí bajar aquella caja que ya estaba abierta, la deposité sobre el suelo, Rachid me iluminaba con el móvil y aquella mujer permanecía atenta a la escena. Dentro había varios estuches con un reloj, dos plumas, otro reloj más antiguo que el anterior, una medalla deshilachada de la primera guerra mundial, un cinturón, tres pares de gemelos y al fondo una caja todavía más pequeña. Madame Emma! exclamó la mujer. Esa fue la primera foto que encontré. Madame Emma, insistió la señora casi entre sollozos. Ahí estaba ella en todas las fotos, su melena oscura, sus gafas de sol y a su lado yo, y de nuevo yo, y una foto de grupo antigua descolorida y una foto de Emma en el campo, en la playa, en la montaña esquiando. Rachid había tomado otro montón de fotos y me las iba pasando. Monsieur! Está rota, Monsieur! Era yo y a mi lado nadie. Monsieur. Otra foto desgarrada y a mi lado tan sólo asomaba una chaqueta y unos pantalones de lo que parecía ser una figura masculina. Monsieur, aquí hay trozos, trozos de papel, trozos de foto, espere. Rachid, parecía más nervioso que yo. No acertaba a colocar un papel al lado de otro, era incapaz. En aquel instante la señora, con voz de extrañeza se manifestó. Messieurs, esta mañana he limpiado esta habitación y les aseguró que aquí no he dejado ningún papel. De repente se oyó un estruendo. La puerta se había cerrado de golpe. ¿El viento? Esa puerta no la movería jamás el viento. ¡Rachid, corre!

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